¿Qué pasa cuando los sueños no se cumplen?

febrero 23, 2020

Esta historia no es fácil de contar para la Ilse de hace un año. Pero para la Ilse de hoy, es distinto.

Hace un año yo comía, respiraba, trabajaba, dormía y hacía todo por un sueño: ganar el mundial de tocho. Y para lograr esto, debía ser parte de la selección nacional de México.

Sí, ese deporte que es como una rama del americano. No, se supone que no debe haber contacto. Sí, sí lo hay pero es accidental. No son listones lo que me cuelga en las caderas, son banderas. Sí, sí es algo complicado de explicar.

Pero no de sentir.

Conocí este deporte cuando tenía 15 años e inmediatamente me enamoré. El sudor, la unión, el esfuerzo y el trabajo en equipo me atraparon, me impulsaron a salir adelante desde el primer día que lo experimenté. Cada entrenamiento era exigente con el cuerpo y con la mente. Era algo que no había encontrado en otro deporte antes, y suena algo masoquista, pero me encantaba. Siempre terminaba tremendamente cansada y más de una vez estuve a punto de vomitar.

Hay muchas historias emocionantes, felices, tristes e incluso graciosas que viví en esta trayectoria de 6 años, y mientras más crecía más ambiciosa me volvía. Yo quería comerme el mundo.

Así que en septiembre del 2017, 3 compañeras y yo nos lanzamos a la ciudad de México a probarnos ante los entrenadores de la selección y demostrar que aquellas chicas de la ciudad escondida llamada Colima donde se rumora que apenas y hay un Walmart, eran capaces de representar a todo el país en una competencia internacional.

Y fallamos.

La verdad no fuimos lo suficientemente buenas para quedar, aunque no estuvo tan mal. Había muchas personas muy por encima de nuestro nivel de las que aprendimos mucho, y el potencial en nosotras existía. Pero mi sueño de convertirme en deportista de alta gama se nubló

Ver tantas chicas tan rápidas, atléticas, con experiencia y mil campeonatos encima, si era algo un tanto MUY OPACANTE. Éramos las niñas que pagaron su viaje a la gran metrópoli vendiendo dulces en la calle, fuimos hasta allá en una camioneta pequeña en un incómodo viaje de 12 horas mientras otras jugadoras llegaron en avión, tenían 3 pares de taquetes diferentes y ropa deportiva que costaba más que mis estudios.

Era como una India María al lado de una Megan Fox en un concurso de belleza.

Con el paso del tiempo, mi sueño se volvió una pequeña canica que guardé debajo de la cama porque la quería ignorar. Pero seguía estando ahí, molestando e incomodando desde lo más profundo de mi subconsciente.

Recuerdo ver por Internet los partidos del mundial en Panamá 2018. Recuerdo emocionarme con cada lanzamiento, jugada, partido, y punto. La selección femenil de México quedó en cuarto lugar. Yo seguía entrenando aquí en Colima todos los días. Pero mi mente seguía allá, en la tierra prometida.

Yo estaba dispuesta a nadar contra corriente cuál Michael Phelps con tal de conseguir mi medalla de oro. Y nada ni nadie, ni las que iban con todo pagado, ni las jugadoras favoritas de los coaches me lo iban a impedir. Si ellas pueden, ¿por qué yo no?

Y así comencé mi 2019, llena de determinación (y uno que otro kilo de más gracias a las vacaciones) de ser la mejor versión de mi misma. Dejé de tomar, comencé a hacer ejercicio unas 3 horas diarias, comía lo más saludable posible, me desvelaba para terminar mis tareas y no faltaba a entrenar por nada del mundo.

Mi compañera Diana, igual o más aferrada a este sueño, y yo, viajamos a Ciudad de México el 22 y 23 de febrero para hacer pruebas físicas. Después en junio y luego en septiembre. Me sentía a buen nivel, muy por encima de varias otras. Durante todo ese tiempo me exigía cada vez más y la espera por ver la lista final de seleccionadas me estaba matando.

Pero hacía falta la prueba final: El Torneo Nacional de la Federación en noviembre en Ciudad de México, donde el nivel es el más exigente. Ahí estarían los entrenadores de la selección, realizando las últimas visorias para escoger a las chicas que formarían parte del equipo representativo.

Nos fue muy bien en la primera fase, ganamos nuestros 3 partidos. Pero perdimos de manera rotunda y aplastante en octavos de final.

Yo creí haber desarrollado un buen papel. Tenía esperanza. Muchos me dijeron que jugué bien. Siempre es frustrante perder pero estaba satisfecha con mi participación.

¿Lo estaba?

Había algo que no encajaba.

Pero lo hecho, hecho estaba, entonces recapitulé: Asistí a todos los entrenamientos en Ciudad de México (aunque me avisaran con 6 días de anticipación), me preparé físicamente, mejoré mi técnica de lanzamiento, mi fuerza y mi condición. Llegué a entrenar lesionada bajo el efecto de inyecciones que calmaban el dolor.

Hice todo lo que debía y podía hacer para cumplir mi meta.

Y febrero llegó de nuevo y publicaron la lista de las chavas que aún seguían participando por un lugar en la selección. Yo estaba en clases cuando Diana me mandó un mensaje con el link a la página de resultados, los resultados que tenía casi un año esperando, los resultados por los que tanto trabajé, por los que me mantuve sobria por 384 días, por los resultados que soñaba desde que tenía 17 años de edad. Mis dedos temblaban y mi corazón latía como si estuviera corriendo a máxima velocidad al tiempo que leí la lista por primera vez. Luego una segunda. Y después una tercera.

Mis ojos recorrían los mismos nombres sin encontrar el mío por ningún lado.

No lo logré. Diana tampoco.

¿Pero saben lo más raro?

Algo seguía sin encajar.

La Ilse de hace un año imaginó este escenario y aunque lo veía como una posibilidad, le dolía y lloraba de desesperación, del miedo de no conseguir lo que tanto anhelaba.

Pero la Ilse de hoy no. Ella estaba tranquila.

El tocho sin duda ha sido un pilar en mi vida muy importante. Pero lo que me mantenía ahí entregando cuerpo y alma no eran los partidos. Eran los entrenamientos. No eran los puntos que anotaba en cada partido, sino el practicar jugadas horas y horas hasta que salieran bien. No eran los campeonatos ni las victorias, eran mis compañeras y yo sosteniendonos unas a otras en los momentos difíciles o felices. Era desgarrarme el corazón y la garganta para apoyar a la familia que escogí. Era levantar a las que se caían y defenderlas con mi vida. Era entrar al campo de juego con la seguridad de que la persona a mi lado me quería y haría todo lo que estuviera en sus manos para que el equipo triunfara. Era escuchar a mi papá felicitarme desde la grada por lanzar un buen pase y escuchar a toda la porra apoyarte aunque ni si quiera te conocieran. Era darlo todo aunque estuviéramos de visita y con todo en contra. Era llorar, reír, brincar, gritar, sentir coraje y jugar como si no hubiera un mañana.

Me enamoré de todo el proceso, no solo de los trofeos.

Llegué a dormir en hoteles lujosos en Cancún y llegué a bañarme con agua fría a cubetazos en la Ciudad de México a las 11 de la noche con temperatura de 9°C.

Esa era mi vida y estaba muy feliz con ella.

Era lo que más me hacía sentir viva.

A mi no me importaba vender dulces bajo el sol en la calle para pagar mis viajes. Porque volteaba y a mi lado había hermanas haciendo lo mismo para poder cumplir nuestros objetivos juntas.

Nunca me importó tener solo un par de taquetes porque tenía compañeras que usaban los mismos tenis por años aunque ya no funcionaran porque no tenían dinero para comprar otros y aún así iban a entrenar todos los días.

No me dolió perder mi oportunidad de ir a un mundial porque me dolía más ver hacia atrás y darme cuenta que aquella familia con la que crecí ya no existía.

Todo el año entrené para mi, para mejorar, para crecer, para lograr algo. Pero cambiaría todos los premios de "Mejor jugadora" con tal de haberle dado un campeonato más al equipo.

Con tal de verlas felices y realizadas una vez más.

Pero poco a poco cada una creció, cambió y vio a otro lado. Tal vez algo más las llenó de vida. Tal vez encontraron otra familia.

Nunca dejaré de sentir amor por el deporte más bonito y retador que he conocido. Pero las cosas han cambiado y no puedo forzar algo que no siento.

Seré honesta. Di todo de mi y no me arrepiento. Pero no fue suficiente y lo acepto. Todos te hablan de como Cristiano Ronaldo no tenía tenis de fútbol y aún así llegó a donde está. Pero por cada Ronaldo hay 10,000 niños que nunca nadie conoce y jamás se vuelven futbolistas.

Pero se vuelven doctores. Artistas. Padres de familia. Los sueños no mueren, sólo se adaptan.

No sé si me estoy rindiendo o solo creciendo y siendo realista. Pero todo esto va más allá del reconocimiento nacional por ser buena atleta.

Es sobre la marca que deja en ti el deporte y la gente que conoces gracias a él.

¿Qué pasa cuando los sueños no se cumplen? No estoy muy segura de cómo contestar eso. Pero lo que puedo decir con certeza, es que a veces ya estás viviendo el sueño. Solo que no te has dado cuenta.

Ilse Ruizvisfocri