No mentiré al decir que soy una fanática del amor. Me encanta hablar de él, vivirlo, sentirlo, extrañarlo y a veces hasta odiarlo.
Supongo que ese mismo fanatismo me llevó a tener tantas malas experiencias: idealicé mucho la idea del amor al grado de encontrarla en quien sea que me mirara bonito y pudiera formular palabras que, aunque no me convencieran del todo, causaran lo más mínimo en mis adentros.
No lo niego, mi subconsciente me traicionó, y jugué en mi propia contra en repetidas ocasiones para después culpar a los demás.
A veces me veía tan absorbida por el amor que veía señales donde no había y abrazaba con fuerza una realidad que no existía.
No fue hasta que toqué fondo y en una pequeña sala aromatizada, una música relajante y una persona preparada estuvo frente a mi, ayudándome a conocerme, entenderme, y salvarme del amor: ese que yo inventé en mi cabeza a causa de mis carencias, deseos, e inconformidades.
Fue hasta que en esa sala, me conocí a mi misma, me acepté como soy, con todo y mis defectos, para entender cómo amar.
Sentí que por fin tenía los ojos abiertos y los cristales de los lentes limpios, pero me faltaba vivirlo. Me faltaba vivir el amor de una manera en que no lo había vivido nunca antes. Me faltaba conocerlo, palparlo, cuestionarlo, y mirarlo una y otra vez, hasta comprobar que el disfraz que yo le puse a la medida, ya no estaba.
Yo pensaba que me lo toparía de frente, pero en cambio, me lo encontré de distintas maneras: en una de ellas, lloré hasta quedar seca, y el amor me envolvió en sus brazos para hacerme sentir segura poniéndome cerca de su pecho. En otra, me hablaba por teléfono, mostrándome que el espacio no siempre es impedimento.
Pero la vez que más me marcó, fue cuando ni siquiera lo noté: me sedujo lentamente hasta que quedé acostada, abrazada de él. Para cuando me di cuenta de que había conocido el amor verdadero, él ya me había reconocido a mi.
Y aunque me acostaba a su lado, pasé muchas noches en vela pensando, “¿será esto el amor?”, cuestionaba cada paso, cada movimiento, cada palabra, cada día, cada minuto y cada segundo. Este amor no se siente como creía que era, ni como creo que es.
Hasta que de pronto, vi el reloj y me di cuenta que el tiempo había volado. ¿En qué momento? Sin pensarlo, se convirtió en mi hogar, y terminé confiando ciegamente en que siempre sería cálido, que siempre habría desayuno, y siempre habría un beso antes de dormir.
Pero no.
Un día el amor me dejó fría, con hambre, y con duda. El amor me enseñó que no es película, que es realidad. Que cambia, y ese mismo cambio te enseña a amar más.
El amor me habló lentamente hasta sacarme de manera natural todos mis miedos y mis sueños. El cajón de mi esencia quedó abierto, me quedé con el candado y él con la llave. Pero no había preocupación alguna. El amor me dijo que era fácil amarme y creo que es fácil amar cuando es correcto, cuando te hace genuinamente bien.
El amor me mostró que aquí se quedará el tiempo que sea necesario. Que me compartirá todo lo que sabe, que me enseñará todo lo que necesite, y que si un día se va, volverá.
Porque el amor también cambia de forma y nombre, y te cambia por dentro hasta que aprendes a amar.
Enamorarme fue como irme quedando dormida muy despacito, y al despertar, ver que el amor descansaba a mi lado también.
El amor me dijo que yo diría muchas cosas cuando él estuviera presente. Cosas que, cuando no lo sintiera cerca, posiblemente me arrepentiría de haber dicho.
Pero el amor me convenció de disfrutarlo mientras dure. Y eso es lo que estoy haciendo.